
Recuerdo aquellos primeros años en Brasil. Una arquitecta en una zona rural que luchaba mes a mes por la supervivencia, (tanto yo como el resto) haciendo frente al continuo éxodo de jóvenes a ciudades grandes dónde encontrar la forma de crecer.
El turismo no existía pese a ser una de las zonas más hermosas del país, la única economía era sustentada por las fincas agrícolas de coco y dendé (fruto usado para un tipo de aceite) y la administración pública.
El año que ganaba un candidato, una parte de la ciudad encontraba empleo, hasta que ganara el otro candidato y empleara a la otra mitad.
De esta forma, la idea de hacer un hotelito (sin recursos) en un lugar donde no hay «turistas» parecía una locura y en un país con 8 mil kilómetros de playa. Más locura aún si explicabas que desde al aeropuerto más cercano a 100km tardarían con suerte unas 6 horas de viaje hasta el destino. Imaginen lo que significaba entonces ser arquitecta en un lugar donde cada uno con la ayuda de un albañil se construía su propia vivienda.
Las perspectivas de empleo no eran buenas, en absoluto.
Si embargo, siempre hay un sin embargo, había que ser capaz de ver más allá de la realidad. Había que ser capaces de ver el futuro.
Evidentemente allí no había ni turistas, ni viajeros, pero si aparecían de cuando en cuando aventureros procedentes de ciudades grandes en busca de lugares perdidos. Desde luego no eran suficientes para mantener a ningún negocio ni familia. Pero algo era algo.
Lógicamente si no hay oferta, no hay demanda. Allí no iban a caer los huéspedes por arte de magia si no tenían un lugar donde descansar adecuadamente y un mínimo confort desde el que disfrutar de aquel magnífico paraíso.
Sin economía, nadie terceriza tareas. La tercerizacion es consecuencia de la acumulación de obligaciones que no se pueden absorber y son imprescindibles.
Pues bien, tras unos años de dedicación y mucho apretar el cinturón tanto yo como otros locos a unos kilómetros de distancia, conseguimos crear una infraestructura mínima admisible para alojar a viajeros. Rápidamente se corrió la voz en las grandes ciudades del sur. Un paraíso virgen donde puedes dormir en sábanas de algodón, comer productos del mar frescos a buen precio, playas espectaculares y por supuesto un buen vino o una copa después de la cena acompañado de buena música.
Con los viajeros llegaron los amantes del lugar, aquellos que tuvieron un flechazo y compraron su parcela a precio de «banana». Si no hay demanda los precios también son bajos. Junto a la compra de tierras viene el sigueinte paso, edificar la casa de veraneo. ¿A quién podían encargarle tal tarea si estás a miles de km? Entregar miles de dólares a un albañil podría no estar en sus planes, sin embargo, una arquitecta que sabes que no va a salir corriendo porque tiene allí su hogar es una muy buena posibilidad. Y de esta forma encontré cómo desarrollar mi trabajo.
Transmitir la confianza para que arriesguen sus ahorros en pasar las vacaciones en un lugar desconocido y salvaje era el primer paso. El resto llegaría solo.
De esta forma, el lugar crecía y se hacía conocido, ambos proyectos pudieron convertirse en realidad. Sin embargo el uno sin el otro hubiera sido imposible. Sin mi «competencia» como le gustan llamar aquí tampoco hubiera sido una realidad. Todos los hoteleros cumplíamos una misión, de 100 camas disponibles en el municipio al comienzo, pasamos a dar una oferta de 3000 en apenas unos años. Y ganamos todos.
Sin oferta no hay demanda. Crear es el primer paso.

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