Y por fin el motor arranca. Atrás quedaban las calles y el tráfico, la ciudad, los pueblos, los campos secos y áridos que lamentan la falta de lluvias durante todo el verano. El cielo no es azul, tan sólo del celeste claro de los días calurosos de Septiembre. A medida que el paisaje va quedando atrás, la mente se vacía de todo lo que preocupa, ya no hay nada. No existen los problemas de repente, todos los sentimientos han sido sustituidos por tan sólo uno, la esperanza de encontrar algo al final del camino.
En cada kilómetro que avanzaba, una sensación agradable de libertad se instalaba en todo su cuerpo y su mente. Hay que volver a escribir letra a letra, una nueva vida, con mimo y cuidado, para no perder así la sensación que sentía.
Repasaba las pocas palabras que aprendió del portugués, tan parecido y complicado a la vez: «obrigada», «ómnibus», taxi, algunos números, y días de la semana. Menos mal que Luis sabe algo más. De 19 horas de viaje, tan solo el recuerdo de mirarse la muñeca con decisión durante el vuelo, observar el reloj que tanto trabajo le costó comprar y con una amplia sonrisa quitárselo y guardarlo con la promesa de no volverlo a mirar por una buena temporada.
Aquel lugar donde viven los sueños, es conocido por muchos como » el lugar donde el tiempo no existe».
Llegando a Brasil
La llegada a Brasil, en la mañana del 19 de septiembre, fue un tanto exótica. Desde el avión el paisaje es completamente diferente. Un inmenso mar de vegetación de todos los tipos de verde que se puedan imaginar, salpicado de los tonos rojizos de las tejas desordenadamente colocados, apenas se pueden distinguir las calles. Al fondo, el mar, bordeado por altos edificios. Bienvenidos a Río de Janeiro.
Es una ciudad con un olor particular y dulce, tras 17 años de andanzas por aquel país nunca consiguió identificar. La temperatura, la humedad.. Cuando aterrizas, sabes con los ojos cerrados que has llegado. Ahora hay que buscar un taxi, tarea nada sencilla en aquellos tiempos, los taxis piratas se camuflan entre los oficiales, para un turista era tremendamente peligroso confundirlos. Siguiendo las instrucciones que les habían pudieron llegar hasta la rodoviária (estación de autobuses), para llegar a Jequié, después otro autobús hacia Ipiaú, y llegando allí, encontrar la manera de llegar a Ibirataia, al centro de la región del cacao, interior del estado de Bahía. Más de mil doscientos kilómetros desde allí. Más de 24 horas de viaje por delante.
Las condiciones del transporte empeoraban considerablemente tras cada cambio de vehículo, el paisaje cada vez más salvaje, y los pasajeros que se sumaban al viaje, parecían más extraños. En un tiempo donde la imagen del mundo sólo podía ser observada por el cine, la televisión y algunas revistas, aquello realmente era un mundo desconocido.
De ómnibus
Camino de Ipiaú, debía haber adivinado lo que se encontraría a partir de ahora. Paraba el autobús a cada persona que alzaba el brazo en la carretera, subían mujeres con la colada en barreños enormes apoyados sobre la cabeza en un ejercicio de equilibrismo sorprendente y una fila interminable de niños atrás de ellas de todos los tamaños, algunos pasajeros con gallinas vivas y amarradas en sacos que no paraban de protestar, y con razón. Nos íbamos amontonando en cada parada, cuando pensábamos que no cabía nadie mas, todos se juntaban para dejar espacio para el siguiente. La prohibición de fumar en los autobuses no había llegado aún y se puede imaginar la mezcla de olores… Menos mal que no tenían aire acondicionado y las ventanas abiertas dejaban circular algo de aire fresco.
De repente el autobús frena, nadie se sorprende. Observo los rostros de mis compañeros de viaje, y nadie parece inquietarse, la velocidad disminuye, y comenzamos a saltar todos en nuestros asientos… No puedo evitar asomarme por mi ventana, y para mi sorpresa, nos hemos quedado sin carretera. Tan sólo es una pista de tierra y agujeros alternados con montículos. No entiendo nada…. Lo que serían 30 minutos de trayecto se convierte entre paradas y velocidad de media de 30 km/h en más de una hora y media, y no se porqué me sorprendo, ya abandoné el reloj… Pero estoy cansada, salimos un jueves por la mañana y ¡ya es sábado casi medio día!.
Sin embargo me arrepentiré siempre de haber pensado mal de aquel autobús, de lo mejor de la región. De aquí en adelante, soñaría con él cada vez que tuviese que viajar por la zona. En Ipiaú, para ir hacia Ibirataia, existen «combis», las típicas Volkswagen de hippy que tan sólo había visto en películas de los 60’s. Con capacidad para unas 8 personas allí entrábamos más de 12 y todos sus bultos; teniendo en cuenta que era sábado y día único de mercado… Se puede imaginar. Indescriptible como estábamos amontonados ahí dentro. Medio día, el sol en el cenit, el calor y la humedad asfixian, el cansancio aumenta, estamos en la famosa tierra del cacao.
Allí nos espera Miguel, un arquitecto de nuestra ciudad que llegó hace años, se enamoró del lugar y de una chica preciosa de la ciudad, Mariana, con la que formó una linda familia y nunca más quiso volver. Les habíamos enviado una carta y recados sobre nuestra llegada, (casi nadie tenia teléfono), tan sólo debíamos preguntar por el y cualquier persona del pueblo nos diría donde vive.
Así, lleganos finalmente a la de Miguel y Mariana, una casa humilde. La arquitectura recuerda a las casitas del Algarve portugués, con toques y detalles de nuestra tierra, arcos y ladrillos a vista que la distinguían del resto de la calle. Tenía lo más importante, para mi en aquellos momentos, ¡¡una ducha!!. ¡Finalmente una ducha!. Una hermosa ducha de agua casi fría nos esperaba. El almuerzo podía esperar….
Miguel nos tenía preparada una sorpresa, y qué sorpresa. Tras el almuerzo iríamos al paraíso junto a varias personas, él y Mariana nos acompañarían con sus dos hijos pequeños. Una maravilla sin duda, hasta que supimos que iríamos en un camión, más concretamente un volquete, todos iríamos detrás, unas 10 personas, maderas y material de construcción, menos su mujer y los pequeños que irían delante.
Que ilusión, nunca había montado en la parte de atrás de un volquete (caçamba). No quedaba lejos, tan sólo 60 km de asfalto que disfrutamos con la caricia del viento sobre el rostro, cerrábamos los ojos e imaginabas que estás en una moto estupenda o en un descapotable, con la selva de fondo, de un verde intenso indescriptible, espesa, a todos les llama la atención cómo los árboles pelean entre si para hacerse un hueco buscando la luz, increíblemente altos y delgados, maravillosos. Después recorreríamos otros 60 de carretera de tierra, que ya suponíamos como sería….
Antes del anochecer podré finalmente tumbarme en una cama, pensé. De tener ilusión a ser una ilusa en ocasiones no hay ninguna diferencia, y eso es lo que nos sucedió a Luis y a mi… Fueron más de ocho horas de viaje interminable… llegamos casi a media noche y ni imaginábamos donde habíamos llegado, sin luna, y allí no hay electricidad, tan sólo nos guiaba el brillo de las estrellas.
Apenas distinguíamos dónde llegamos y puedo decir, que realmente superó todas las expectativas …

Javier
febrero 17, 2013Esa manera de describir me ha hecho casi vivir el momento, un relato lleno de sensaciones y emociones a flor de piel, cada capítulo me deja con el sabor en la boca del siguiente. Enhorabuena.
lolacebolla
febrero 17, 2013Muchísimas gracias! Prometo continuar…
Raquel
febrero 19, 2013Me ha ocurrido lo mismo, iba «visualizando» y sintiendo todo, me he quedado con ganas de más.
Apertas