
Anoche, ya casi dormida me llegó una notificación en Facebook. Me había etiquetado en una publicación un amigo que tengo la pena de no ver tanto como me gustaría.
Fue una muestra de cómo un comentario de una persona puede proporcionarte una satisfacción enorme, sacarte una sonrisa y sobre todo, dejarte un buen sabor de boca.
En la vida nos tropezamos con personas por casualidad. En nuestro caso nos conocimos en el hospital. Era mi segunda vez y cuarta operación en un año y medio, ya acumulaba casi 40 días de «cliente de pulserita», como nos solíamos llamar allí.
Pese a que muchos creen que los hospitales son lugares deprimentes, aquella experiencia cambió por completo mi forma de ver todo el «ecosistema» hospitalar. El ansía de familiares y amigos por animar a sus seres queridos me hizo vivir momentos muy especiales, de risas, de carcajadas (pese a las heridas y los cables) y también de confidencias.
Allí a mi lado, compartiendo habitación, se encontraba la madre de Manuel. La bauticé de broma como Señora Francisca, y cada vez que la llamaba así, sus carcajadas se podían escuchar al otro extremo del pasillo. Pasamos buenos ratos juntas, conocí a sus hijos, amigos y familiares más queridos. Día tras día, tras tres semanas de convivencia entablé una bonita amistad con su hijo menor, que cada mañana acudía a hacerle compañía y siempre estaba allí, Manuel.
Pocas veces en la vida tenemos la oportunidad de comprobar si las palabras, experiencias o consejos que damos a los demás realmente pueden ayudarles a llevar la vida con un poco más de alegría, de forma más sencilla o simplemente ayudarles a pasar el bache. Algunos de nosotros no podemos evitar compartir filosofía cuando tenemos al lado alguien que nos necesita (o pensamos que nos necesitan).
Le pedí permiso para compartirlo aquí en el Blog, y aquí os dejo unos de los regalos más bonitos que me han hecho este año. Saber que he podido contribuir a la felicidad con unas palabras. Gracias Manuel.

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